viernes, 26 de diciembre de 2014

[BoffSemanal] Navidad: fiesta de la humanidad de Dios y de la comensalidad

Navidad: fiesta de la humanidad de Dios y de la comensalidad

2013-12-24




 La Navidad está llena de significados. Uno de ellos ha sido secuestrado por la cultura del consumo que, en vez del Niño Jesús, prefiere la figura del vejete bonachón, Papá Noel, porque es más llamativo para los negocios. El Niño Jesús, por el contrario, habla del niño interior que llevamos siempre dentro de nosotros, que siente necesidad de ser cuidado y que, una vez que ha crecido, tiene el impulso de cuidar. Es ese pedazo de paraíso que no se ha perdido totalmente, hecho de inocencia, de espontaneidad, de encanto, de juego y de convivencia con los otros sin ninguna discriminación.

Para los cristianos es la celebración de la "proximidad y de la humanidad" de nuestro Dios, como se dice en la epístola a Tito (3,4). Dios se dejó apasionar tanto por el ser humano que quiso ser uno de ellos. Como dice bellamente Fernando Pessoa en su poema sobre la Navidad: «Él es el eterno Niño, el Dios que faltaba; el divino que sonríe y que juega; el niño tan humano que es divino».

Ahora tenemos un Dios niño y no un Dios juez severo de nuestros actos y de la historia humana. Qué alegría interior sentimos cuando pensamos que seremos juzgados por un Dios niño. Más que condenarnos, quiere convivir y entretenerse con nosotros eternamente.

Su nacimiento provocó una conmoción cósmica. Un texto de la liturgia cristiana dice de forma simbólica: «Entonces las hojas que parloteaban, callaron como muertas; el viento que susurraba, quedó parado en el aire; el gallo que cantaba se calló en medio de su canto; las aguas del riachuelo que corrían, se estancaron; las ovejas que pastaban, quedaron inmóviles; el pastor que erguía su cayado quedó como petrificado; entonces, en ese preciso momento, todo se paró, todo se silenció, todo se suspendió: nacía Jesús, el Salvador de las gentes y del universo».

La Navidad es una fiesta de luz, de fraternidad universal, fiesta de la familia reunida alrededor de una mesa. Más que comer, se comulga con la vida de unos y otros, con la generosidad de los frutos de nuestra Madre Tierra y del arte culinario del trabajo humano.

Por un momento olvidamos los quehaceres cotidianos, el peso de nuestra existencia trabajosa, las tensiones entre familiares y amigos y nos hermanamos en alegre comensalidad. Comensalidad significa comer juntos reunidos en la misma mesa como se hacía antes: toda la familia se sentaba a la mesa, conversaban, comían y bebían, padres, hijos e hijas.

La comensalidad es tan central que está ligada a la aparición del ser humano en cuanto humano. Hace siete millones de años comenzó la separación lenta y progresiva entre los simios superiores y los humanos, a partir de un antepasado común. La singularidad del ser humano, a diferencia de los animales, es la de reunir los alimentos, distribuirlos entre todos comenzando por los más pequeños y los mayores, y después los demás.

La comensalidad supone la cooperación y la solidaridad de unos con otros. Fue ella la que propició el salto de la animalidad a la humanidad. Lo que fue verdad ayer, sigue siendo verdad hoy. Por eso nos duele tanto saber que millones y millones de personas no tienen nada para repartir y pasan hambre.

El 11 de septiembre de 2001 sucedió la conocida atrocidad de los aviones que se lanzaron sobre las Torres Gemelas. En ese acto murieron cerca de tres mil personas.

Exactamente en ese mismo día morían 16.400 niños y niñas con menos de cinco años de vida; morían de hambre y de desnutrición. Al día siguiente y durante todo el año doce millones de niños fueron víctimas del hambre. Y nadie quedó horrorizado ni se horroriza delante de esta catástrofe humana.

En esta Navidad de alegría y de fraternidad no podemos olvidar a esos que Jesús llamó "mis hermanos y hermanas menores" (Mt 25, 40) que no pueden recibir regalos ni comer alguna cosa. Pero no obstante este abatimiento, celebremos y cantemos, cantemos y alegrémonos porque nunca más estaremos solos. El Niño se llama Jesús, el Emanuel que quiere decir: "Dios con nosotros". Viene bien a la ocasión este pequeño verso que nos hace pensar sobre nuestra comprensión de Dios, revelada en Navidad:
Todo niño quiere ser hombre.
Todo hombre quiere ser rey.
Todo rey quiere ser 'dios'.
Sólo Dios quiso ser niño.

Feliz Fiesta de Navidad del año de gracia de 2014.         

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lunes, 15 de diciembre de 2014

Lo que me dijo Monseñor Romero meses antes de ser asesinado >> Vientos de Brasil >> Blogs Internacional EL PAÍS

Lo que me dijo Monseñor Romero meses antes de ser asesinado
Por: Juan Arias | 23 de abril de 2013


Ahora que el Papa Francisco ha decidido desempolvar el proceso de beatificación de Monseñor Romero, he querido recordar aquí mi entrevista con él meses antes de ser asesinado.

Fue en la ciudad mexicana de Puebla donde un año antes de su muerte, Monseñor Romero me contó como se había convertido.

"Yo estaba ciego. Estaba con los ricos. Me había olvidado que el evangelio nos pide estar al lado de los pobres", me dijo en una de sus últimas entrevistas.

Le noté triste aquella mañana. Daba la impresión de que sentía que estaba perdiendo la batalla.

Había ido a Puebla para seguir la Conferencia del CELAM abierta por el papa Juan Pablo II, con un discurso polémico contra los teólogos de la liberación entonces muy activos en América Latina.

Era a primeros de febrero de 1979. Me costó conseguir aquella entrevista. Monseñor Romero no quería hablar con los periodistas. Un obispo amigo suyo lo convenció para que hablara conmigo.

Me dio la impresión de ser un simple cura de pueblo. Su sonrisa era limpia pero teñida de tristeza.

"En estos momentos es mejor hablar poco y hacer, estar al lado de los perseguidos", dijo como hablando consigo mismo.

Después me explicó su conversión. Se llamaba a sí mismo, en efecto, un convertido. Me contó que él estaba de la parte de los ricos, del poder, viviendo en un palacio, hasta que un día le asesinaron a uno de los sacerdotes que él consideraba un santo, Rutilo Grande. Lo mataron mientras explicaba el catecismo. "!Imagínese que lo acusaron de comunista!".

Fue la gota de agua que colmó el vaso. Entendió Romero que estaba de la parte equivocada. Dejó el palacio y se entregó a la causa de los perseguidos y a la defensa de los derechos humanos.

"Al lado de los pobres, de los que más sufren y de los perseguidos por defenderles, me encontré viviendo el evangelio", me explicó.

Hablaba con la cabeza baja. Una vez, con una emoción contenida llegó a cogerme una mano.

No hablamos mucho. No quería acusar a nadie. Se acusaba sólo a sí mismo de haber "estado ciego".

Apenas un año después, el 24 de marzo de 1980, Romero sería asesinado con un tiro certero al corazón mientras celebraba misa en la capilla de un hospital de cancerosos. Acabó con su vida un militar que formaba parte de uno de los escuadrones de la muerte.


En un viaje hacia Brasil, le pregunté a Juan Pablo II en el avión papal, si al llegar por primera vez a América Latina después de la muerte de Romero tendría un recuerdo por el "mártir ", ante todos los obispos del continente.

El papa se enfadó. Me respondió que la Iglesia se lo piensa mucho antes de proclamar mártir a alguien. Me recordó que en Polonia hubo mártires que esperaron siglos para ser canonizados.

Lo cierto es que los cristianos de El Salvador y de América Latina, ya lo habían declarado mártir. Recuerdo que el padre Pedro Casaldáliga, cuando era obispo de São Felix de Araguaya, celebraba la misa en un altar levantado en la huerta de su casa.

Nos mostró que en el altar tenía una reliquia no de santos canonizados, sino de Monseñor Romero, "nuestro mártir de las Américas", dijo.

Se dice que a Jesús de Nazareth lo mataron más por lo que dijo que por lo hizo. Las palabras a veces hieren más que los hechos.

Así fue con Romero. Su último discurso desde el altar contra los militares que asesinaban campesinos inocentes, fue la gota de agua que colmó la paciencia de los escuadrones de la muerte.

"Nadie hará callar tu última homilía,
Romero, de la Pascua Latinoamericana",

cantó en un poema en su memoria, Casaldáliga.

Antes de morir, Monseñor Romero peleó durante un mes para ser recibido por el papa Juan Pablo II. En el Vaticano no querían que se encontrara con él. Una mañana Romero, se colocó en primera fila en una audiencia general en San Pedro, y cuando pasó el papa le cogió las manos: "Soy el arzobispo de El Salvador, Santidad, necesito hablar con Usted".

Por fin, el papa lo recibió. Fue una audiencia triste y de despedida. El papa le pidió que se esforzara "para mantener mejores relaciones con el gobierno de su país".

Poco después Monseñor Romero caería muerto bajo las balas de aquel poder con el que prefirió no colaborar.

La Iglesia de El Salvador pidió al Vaticano que abriera el proceso de beatificación de Romero como mártir. Se abrió, pero enseguida quedó enterrado.

Los dos últimos papas, Juan Pablo II y Benedicto XVI se enzarzaron en discusiones bizantinas sobre lo que significa ser mártir en la Iglesia. Para ellos, Romero fue si acaso mártir de la justicia social, no de la fe.

Hoy, el papa Francisco, sin tantas discusiones teológicas, ha decidido reabrir aquel proceso.

Romero decía: "La misión de la Iglesia es la de identificarse con los pobres. Sólo así encontrará su salvación".

Años después, el papa Francisco confiaría a los periodistas como un eco de aquellas palabras del mártir latinoamericano: "!Cómo me gustaría una Iglesia pobre y de los pobres!" .

Dicen que fue un militar argentino el que disparó al corazón de Romero. Si fue así, hoy, otro argentino, el papa que sigue sin vivir en los palacios apostólicos, ha decidido hacerlo santo.

Monseñor Romero está vengado.

Hoy, este periodista se siente orgulloso de haber recogido de los labios de Romero, antes de ser asesinado, la confesión de su conversión al evangelio, y de haber estrechado entonces las manos del futuro mártir latinoamericano.




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